Sé que no tengo la costumbre de contar cosas personales. Pero
hoy, me he levantado con ganas de gritar a los cuatro vientos. Hoy, he decidido
compartir un pedacito de mí. Para transmitiros “ANIMO”. Para deciros, con una
vivencia personal. Que nunca llovió, sin escampar. Que no existe un mal en el
mundo, que cien años dure.
Desde los 11 años hasta los 14 años, me impartía la
asignatura de Castellano, una profesora llamada Celia. En su metodología de
enseñanza, estaban presentes las redacciones. Todas las semanas realizábamos una. Con el fin, de que
llegado el mes de marzo. Uno de sus alumnos representara el colegio en un
concurso comarcal. Todos los años se presentó la misma chica. Era su preferida.
La palabra de esta alumna era misa. Y como no es de extrañar, nunca ganamos
dicho concurso.
Pero eso a mi, nunca me importó. Mi queja nunca fue el poder
participar. Sino el ser desplazado de toda oportunidad. Cada semana escribía y
leía mi redacción. Y cada semana durante todos esos años la respuesta era la
misma:
“No sé para que te molestas en hacerlas. No aprendes nada,
eres torpe. Rezo a Dios para que de mayor puedas trabajar cargando ladrillos.”
Cada vez que escuchaba esas palabras, mi corazón se encogía.
Se me llenaban los ojos de lágrimas. Recuerdo que hasta cogí miedo a leer. Me daba
pavor leer en público. Me sentía torpe, inútil. Pero en mí, siempre existió un
germen. Un germen que no me dejaba bajar los brazos. Y cada semana lo intentaba
con mayor fuerza.
Recuerdo una vez. Convencí a un compañero para intercambiar
las redacciones. Él leyó la mía y yo leí la suya. Como siempre la redacción que
yo leí era una “basura” y como no, repitió la famosa frase. Pero cuando mi
compañero leyó mi redacción:
“Muy bien, veo que vas mejorando. Si sigues así, podrás
participar en el concurso. Esa es la línea a seguir. Punto positivo. “
Orgulloso y envalentonado, me levanté del pupitre. Cogí MI
libreta y se la llevé a la mesa. Y con la mejor de mis sonrisas, me fui al
despacho de la directora. Nunca un castigo me supo tanto a gloria.
Pero los años pasaron. El tiempo de esa profesora llegó a su
fin. Y conocí otras profesoras y profesores. Otros colegios mejores. No digo
que vieran en mí, al nuevo Neruda. Pero me animaron, me ayudaron, me enseñaron,
me motivaron. Compartieron conmigo sus conocimientos. Y lo más importante, me
dejaron soñar. Me dejaron ser yo mismo, sin limitarme, sin humillarme.
Y no digo, que en estos tiempos que corren. Dios no me acabe
echando un capote. Que me ayude un poquito y acabe cargando ladrillos. La verdad,
es que no me importaría. Sigue siendo un trabajo, y en esta vida hay que
trabajar. Pero al menos hoy no me siento inútil, torpe o desplazado. Sé que no
soy un literato, que me queda muchísimo por aprender. Pero al menos, sé que no
debo avergonzarme de lo que escribo. Que mi palabra es tan válida, como la de
la persona de al lado. Y que si algo me gusta, he de intentarlo.